diciembre 17, 2010

Regreso a Casa

Día 13

El único día cuyo itinerario se sabía desde el principio llegó; las emociones oscilaban entre la duda por permanecer en ese mágico lugar que les dio tan buenos momentos, y el deseo por regresar a sus hogares, donde cada una de las familias, amigos y parejas, anhelaban su regreso tras días de preocupación por la poca comunicación que había caracterizado esas dos semanas.
El sábado amaneció frío y sin agua; a las 6:30 a.m. Iván ayudaba a acarrear cubetas de agua al cuarto de las chicas para poder calentarla y tomar un baño antes de enfrentarse a una despedida; el albergue vacío acrecentaba la baja temperatura que empezaba a ser parte de los días; en la cocina nadie, todo comenzaba a tomar el ritmo normal.
Minutos más tarde el profesor Sergio les avisó que en unos minutos el desayuno estaría listo: él mismo, ayudado por Alfredo, se encargó de prepararlo; mientras tanto comenzaba a haber movimiento en las habitaciones: colchones subían, bajaban y cambiaban de sitio para dejar ordenado el lugar que los albergó; las escobas bailaban de un rincón a otro; las cobijas se acomodaban nuevamente en su lugar de descanso.
Todo listo: camas ordenadas, mochilas arregladas, todo y todos limpios y preparados; “pasen a desayunar”, les informó el profesor. En el comedor los esperaban platos con huevo, atún con mayonesa, tortillas, chiles en vinagre y pan tostado; la charla se alargó el tiempo suficiente para compartir experiencias, vivencias y anécdotas que dieron parte del lado más humano de los comensales.
Aunque un día antes les habían informado que al día siguiente regresarían a Lázaro Cárdenas, el sábado se desmintió tal plan, invitándolos a disfrutar una jornada de esparcimiento donde ellos desearan; su elección fue la cascada ubicada en Río Metates. Alfredo fue su guía en esa última visita a tierras triquis; unos niños, los anfitriones perfectos, quienes los acompañaron durante su estancia en tan bello sitio; el camino era largo entre maizales, después una bajada por un camino lodozo entre arbustos, hierbas, para finalmente llegar al río que conducía a la cascada; la travesía provocó el arrepentimiento de Iván, quien decidió llevar su monociclo para probar que podía bajar por terrenos rocosos, prueba que no pudo realizar por la ausencia de éstos.
Entre piedras, agua y accidentes que trajeron consigo más de un pie mojados, lograron llegar a la cascada: ahí encontraron no sólo una hermosa vista, sino una sentimiento de paz y conexión con la naturaleza; un largo rato de tranquilidad, juegos en el agua, y más piedras descubiertas, tuvieron su fin con el retorno a la camioneta y al albergue.
A su llegada a Río Venado los esperaba una sorpresa: Maricela, una de las jovencitas que habita ese lugar, había llegado con los morrales que al inicio de su viaje ellos le habían encargado; morrales hechos por las manos de la madre de diez hijos, cuatro de las cuales se encuentran estudiando el tercer año de secundaria con la esperanza de poder continuar sus estudios.
Después de un breve conflicto por los colores de los bolsos, Alhelí, Iván y Rocío decidieron enfrentarse al equipo conformado por el profesor, Maricela y su hermana, en un partido de futbol soccer, mientras Carlos terminaba de arreglar sus cosas y la habitación; el agobiante sol quemaba y los agotaba, pero no les quitaba las energías para seguir en un apasionado juego; poco después tuvieron que detenerlo pues la comida, preparada por la hermana de Alfredo, había llegado.
Disfrutaron de los últimos alimentos típicos de la región: lentejas, huevo con papas, tortillas y una rica salsa; la plática que marcaba el final del viaje también tomo asiento, mientras afuera el sol comenzaba a ocultarse y la temperatura a disminuir.
Las propuestas hechas en varias ocasiones durante el viaje volvieron a salir de los labios del profesor Sergio: “quédense unos días más” descansar, trabajar, proponer y realizar algunos talleres eran parte de las opciones; la idea era tentadora, sin embargo había un plan establecido, y el deseo de entregar algo planificado en caso de aceptar una oferta de ese tipo, era un compromiso.
Llegó el momento de tomar las mochilas, morrales y demás artículos, cerrar los cuartos y salir al patio donde ya los esperaba la camioneta blanca que los recibió; se despidieron con el deseo expuesto de regresar muy pronto, de ser posible tres veces por año; quizá un encuentro en Saltillo a principios del próximo año, pero lo único seguro era que se concluía un ciclo y con él se fortalecía un lazo entre la Unidad Deportiva del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (UDMULT) y Pallazos Rodantez.
Bajo la conducción de Octavio y con la compañía de Hilario y Alfredo, se dirigieron a Putla para tomar el autobús; a las 19:45, después de algunas vueltas para encontrar el sitio correcto, se despidieron y agradecieron a los jóvenes entrenadores por todo el apoyo provisto.
Restaba una hora para partir; antes unas cuantas provisiones obtenidas en una tienda cercana: dulces, frituras, galletas y agua; se sentaron en las bancas de la pequeña terminal de autobuses, y vieron una película antes de abordar el autobús; minutos más tarde, después de ir al baño con la amenaza de que dentro del vehículo no había, subieron al que los llevaría de regreso a casa.
Diez horas de viaje después en un camión con fugas en las ventanas; superado un retén militar, y el frío invernal, se enfrentaron con la mínima temperatura de la ciudad; el momento de separarse había llegado.
La experiencia fue entrañable, ver entregar el alma a cuatro seres que transforman en segundos realidades fue maravilloso; mientras planeaban lo que harían el resto del día, el ojo espía agradecía en silencio por permitirle ser parte de algo que sólo viviéndolo se puede entender, pero sobre todo de darle la oportunidad de compartirle al mundo lo que un sueño hecho con amor puede lograr; “nos vemos pronto” fue lo único que mi voz pudo pronunciar mientras me separaba de mis compañeros de viaje, cómplices de vida.

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